¿Crees en la oración? ¿Has sentido la alegría de tener respuesta a tus oraciones?
La Biblia se refiere frecuentemente a la oración. Cuando oramos, conversamos con Dios, revelamos nuestra confianza en él, nos aferramos a sus promesas, aguardamos su respuesta, y avanzamos con la certeza de que él es poderoso. Una vida sin oración es una vida inestable.
El apóstol advierte al cristiano: “Pero pida con fe, no dudando nada; porque el que duda es semejante a la onda del mar, que es arrastrada por el viento y echada de una parte a otra” (Santiago 1:6, RVR).
El 8 de mayo de 2000 mi esposo Josué y yo estábamos entre los 65 estudiantes calificados para tomar el examen de admisión para el doctorado en educación en la Universidad de las Filipinas. Aguardábamos la llegada del funcionario que nos daría las instrucciones acerca del procedimiento. Inmediatamente antes de entregarnos las hojas del examen, nos advirtió. “Miren a su alrededor. Ustedes son 65, pero solamente 21 serán seleccionados. ¡Así veremos quiénes de entre ustedes pueden ser aceptados!” Un suspiro de desaliento se pudo oír en toda la sala. Josué me miró y todo lo que pudo decir fue: “Ora, Lina. ¡Solamente ora!”
Los dos inclinamos la cabeza y oramos silenciosamente. Este no era un momento para el desaliento, sino para aferrarse a la promesa de Dios: “‘Y yo os digo: Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad y se os abrirá’” (Lucas 11:9).
Oré en mi corazón, pero con la certeza de estar hablando con Dios en persona:“Señor, estoy rogando y llamando a tu puerta; por favor, ábrela. Te imploramos que nos concedas tu gracia”.
¿Acaso, no nos prometió Jesús, “‘Si algo pidiereis en mi nombre, Yo lo haré’” (Juan 14:14)? Entonces pedí conocimiento y sabiduría para que pudiéramos responder correctamente las preguntas del examen. Le rogué a Dios que tomara mi mano y la guiara para poder escribir las respuestas correctas. Sí, él estaba allí ayudándonos a los dos. Cuando los resultados fueron anunciados, solamente 16 de los 65 aspirantes habían pasado el examen. Dos de ellos éramos nosotros.
Luego vino la inscripción. Quedé impactada al ver que todas las materias más importantes estaban programadas para los sábados. Hablé con el secretario académico acerca de la posibilidad de cursar estas materias en el segundo semestre, en días de semana. “No”, fue su respuesta categórica. Por diez años estas materias habían sido dictadas los sábados y dicha tradición no podía alterarse. Le supliqué, pero cuanto más rogaba, más firme era su “No”. “Entonces no voy a poder estudiar en la universidad”, dije con tristeza y me retiré de su oficina llorando.
Josué tenía una manera más eficiente. “No te preocupes”, me dijo.“Presentemos este asunto al Señor en oración y dejémoslo en sus manos”. Luego de orar fervientemente, escribí una carta con un pedido formal a la universidad y a los profesores que dictaban dichas materias. Cuando se publicó el cronograma del segundo semestre, me sentí sumamente feliz al ver que una profesora había cambiado su clase del sábado a un día de semana.
Cuando nos vimos en la clase, ella me dijo: “Carol, tu otra profesora (la Dra. A) no quiere cambiar su clase para un día de semana; así que no sé cómo resolverás esto”. Bueno, pensé, voy a dar un paso a la vez. Nuevamente recurrí a la oración, convencida de que no hay montaña que una plegaria sincera, brotando de la fe en el Dios viviente, no pueda mover.
Pocos días más tarde, una amiga me cruzó por el camino y comentó que casi había perdido la clase de la Dra. A. Yo me sorprendí. “Pero hoy no es sábado, y la Dra. A da su clase los sábados”. “Yo no sé qué pasó”, dijo mi amiga. “Sin embargo, a último momento cambió su clase del sábado a un día de semana”. Por supuesto que yo sí sabía lo que había ocurrido. El Señor debió haberle hablado a la profesora acerca de mi deseo de ser fiel a mis convicciones. ¿Acaso no es la oración la herramienta más poderosa en las manos de un creyente?
Como alumnos extranjeros, debíamos pagar una cuota de $500 dólares por estudiante para el Fondo de Desarrollo Educativo. En nuestro caso, eso significaba un total de $1.000 dólares, que estaban más allá de nuestra capacidad financiera. ¡Y qué tremendo desánimo sentimos cuando nos dijeron que esta cuota debía ser paga al inicio de cada uno de los semestres, o sea, un total de siete u ocho veces durante nuestra carrera! Nuevamente oramos a Dios y enviamos una carta pidiendo una excepción.
La solicitud se basaba en nuestra fe en la promesa del Señor: “‘Mas también sé ahora que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo dará’” (Juan 11:22). “‘Por tanto, os digo que todo lo que pidiereis orando, creed que lo recibiréis, y os vendrá’” (Marcos 11:24). La fe viviente hace que las montañas de la adversidad desaparezcan o al menos las hace más fáciles de sobrellevar. Un día después que presentamos nuestro pedido, la universidad nos otorgó una excepción al pago de esa cuota, y esto ocurrió cada semestre hasta que nos graduamos.
Poco después de matricularnos, nos dimos cuenta de que cada uno de nosotros necesitaba una computadora para trabajar en su investigación. Nuestro plan de beca permitía únicamente una computadora para ambos, pero esto resultaba insuficiente para realizar nuestro trabajo. De modo que hicimos un arreglo provisorio: yo utilizaba la computadora desde las 18 hasta las 0:30, y en ese momento comenzaba el turno de Josué, que iba hasta las 6:00 de la mañana. Mantuvimos este ritmo por tres meses, pero al cabo de ese tiempo llegamos a la conclusión de que este programa no estaba funcionando; por el contrario, comenzaba a afectar nuestra salud. Una vez más, la única manera que conocíamos para salir de esta dificultad era llevar nuestro problema al Gran Solucionador de Problemas. ¿No dice Mateo 21:22, “‘Y todo lo que pidiereis en oración, creyendo, lo recibiréis’”?
Josué entonces envió un mensaje electrónico a sus amigos. Un antiguo compañero a quien no había visto desde de la época de la universidad, allá por 1985, respondió al día siguiente anunciándole: “Ya está en camino una computadora portátil. Un amigo que viaja a las Filipinas te la llevará y la recibirás dentro de tres días”.
Una lección importante que aprendí mientras estudiaba en una universidad pública es que no podemos trazar nuestro camino sin una dependencia absoluta de Dios. Sin oración, estamos desconectados de nuestra fuente central de energía, sustento y poder.
Estas experiencias me enseñaron que Dios está siempre a mi lado, acompañándome en las alegrías y las tristezas. Él siempre tiene un camino de escape cuando me enfrento a problemas.
A través de muchos milagros como éstos, tanto mi esposo como yo pudimos completar el doctorado. Nuestra vida y nuestro servicio como educadores son ahora un testimonio vivo del poder de la oración y la fe en un Dios que nunca falla.
Autor: Caroline V. Katemba Tobing
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